Por Émilien Brunet/Bruselas
Entran con timidez e impacientes. Para el grupo de niños franceses, alemanes y belgas de entre seis y ocho años que la visitan por primera vez, la Arena México luce exótica y misteriosa: su curiosidad hierve por saber qué pasará en ese extraño cuadrilátero ubicado al centro del recinto.
La eterna espera termina y aparecen los luchadores portando sus máscaras y atuendos multicolores y fantasiosos.
Cuando arranca el combate, los pequeños observan el espectáculo con grandes ojos y gesto de fascinación. No se mueven de sus butacas. Parecen robots escaneando a velocidad récord la información de un planeta recién descubierto.
En un ejercicio de psicología infantil, sus padres ya les habían explicado que los luchadores no se hacen daño; que “las luchas son como un circo con acróbatas”. Aun así, los papás de otras dos amiguitas europeas no quisieron llevarlas, con el propósito de no exponerlas a la “violencia en vivo”.
En todo caso, sólo faltó que un adulto los organizara para que los pequeños, todos ellos residentes de Bélgica, entendieran la dinámica y entraran de lleno al ambiente único de la llamada “catedral” de la lucha libre, abucheando a los rudos y festejando a los técnicos con las manos levantadas y los puños cerrados, en particular a uno, Volador Jr, al que con su acento francés le gritaban de pie y al unísono: “¡Foladoj, foladoj!”.
Sin embargo, fue la mascota KeMonito, el tierno personaje de un gorilita de espeso pelaje azul, el que acaparó la atención de los niños extranjeros… hasta que salió lastimado luego de que un rudo lo lanzara como un trapo por los aires y cayera mal.
Entre ellos se preguntaban, visiblemente preocupados, si la diminuta mascota humana no estaba malherida, mientras que sus padres más bien se cuestionaban la ausencia de leyes que prohiban lo que puede considerarse una humillación para las personas de baja estatura.
Más de un año después de aquel inolvidable espectáculo, esos niños aún atesoran las máscaras y capas de luchador que adquirieron a la salida de la arena, incluso una de KeMonito. Y de vez en cuando todavía las sacan a fin de jugar entre ellos, que ya se cuentan entre los más pequeños fanáticos europeos de la lucha libre mexicana.
Teatro de la vida
¿Por qué los extranjeros, en este caso los europeos, caen cautivados por este deporte tan popular de México?
“Porque desborda una profunda riqueza que sobrepasa el terreno deportivo”, responde el célebre promotor y personaje belga Jimmy Pantera, quien como pocos en Europa sabe de lo que habla.
Opina que el pancracio mexicano es tan atractivo para los europeos porque les ofrece una “realidad mágica” con mucho color, exotismo, atuendos magníficos y leyendas alrededor de los luchadores. Pero también porque fusiona deporte, espectáculo, religión, misticismo, y toca otras formas de arte como la escultura, la pintura, el cine o la fotografía.
“La lucha libre mexicana hace soñar”, resume Jimmy Pantera, quien en su vida cotidiana es diseñador y creativo en una editorial de contenidos alternativos.
Desde hace muchos años existe la lucha en países europeos, como Francia o Bélgica, donde se conoce como catch. A principios de los años 90, la cultura de la lucha libre mexicana entró de manera underground a Europa, cuando los grupos de rock garage nórdicos, holandeses o franceses salían al escenario con máscaras de luchadores.
El interés creció y creció hasta popularizarse; llegó a su clímax entre 2010 y 2012. De acuerdo con esa tendencia europea, por ejemplo, en 2009 El Hijo del Santo presentó en francés y holandés un cómic en el que él y Xico, su mascota, pelean contra las fuerzas del mal en el inframundo del dios Akol.
Jimmy Pantera vivió de lleno ese proceso. Desde finales de los años 80 es un apasionado de la lucha libre mexicana, en particular de la “vieja escuela”, y su luchador favorito es Blue Demon, cuyas películas conoció mediante la legendaria revista estadounidense Psychotronic, especializada en el cine “ignorado o ridiculizado por los críticos del sistema”.
En 2009, publicó en francés el libro Los tigres del ring, un bello ejemplar con fotografías únicas que se vendió también en Francia, y es propietario de una colección de objetos relacionados con la lucha mexicana –algunos la consideran la mejor, de este lado del Atlántico–, la cual presentó en 2012 en una gran exposición en el puerto galo de Marsella.
Es tanta su pasión que en 2009 organizó con la embajada mexicana una función profesional de dos combates con El Hijo del Fantasma, Stuka, Sangre Azteca y Dragón Rojo Jr. Al año siguiente, participó en la organización de otra, también con la embajada y con el Palacio de Bellas Artes de Bruselas, en un conocido auditorio de la capital belga, en la que pelearon luchadores de la talla de El Hijo del Santo, Huracán Ramírez Jr. y Cassandro.
Casi en tono sociológico, Jimmy Pantera explica que la diferencia entre la lucha mexicana y los otros deportes de combate es su mezcla creativa y dinámica.
Y nada que ver con la estadounidense, donde los luchadores “están atiborrados de esteroides” y simbolizan “el triunfo de un ícono macho completamente idiota”. En la lucha libre mexicana, en cambio, hay “gordos, enanos, feos, homosexuales… es verdaderamente un teatro de la vida” que encanta a los europeos.
Locura enmascarada
El alcance festivo, y hasta desmadroso, de la lucha libre mexicana tampoco es nada despreciable, lo que saben y agradecen muchos jóvenes europeos, sobre todo en Alemania.
Y es que en ese país nació en 2003 el concepto Rock’n’Roll Wrestling Bash, una especie de comedia musical torcida que combina al mismo tiempo un concierto de rock pesado del grupo alemán El Brujo’s Gorechestra –el cantante, El Brujo, sale enmascarado– con peleas de lucha libre al estilo mexicano, y que ejecutan profesionales, principalmente de nacionalidad europea.
En el show de dos horas de duración intervienen unos 14 luchadores que interpretan personajes totalmente perturbados, como un luchador transgénero de pasado turbulento (Pedro Poo) o un ruso asesino (Boris, El Carnicero) que sale a luchar embarrado de sangre y vísceras.
Y eso mientras los jóvenes, más de mil en cada presentación, beben y miran a las chicas que pasean en el ring en tanga y con los pechos descubiertos.
Es un “espectáculo de infierno”, dice a CAMBIO su creador, el alemán de origen hispano-italiano Carlos Martínez, quien vive en Colonia, Alemania.
La idea surgió de la nada, cuando Martínez pensaba cómo promocionar los conciertos de un grupo de música surf que acababa de firmar su disquera.
El entonces veinteañero tenía apenas una noción de lo que era la lucha mexicana. Aún recuerda la primera vez que asistió a las luchas en la Arena Coliseo. Fue en 2007. “Quedé enamorado”, dice todavía con emoción.
La fórmula de su singular propuesta resultó tan exitosa que ha salido de gira a Holanda y Suiza y, desde el año pasado, a Los Ángeles, California.
Como Jimmy Pantera, también opina que la lucha libre mexicana aporta un matiz “superexótico” a su show, el cual provoca en los alemanes una fuerte curiosidad.
“Por eso –comenta Martínez– adoran el espectáculo, además de que hay mucha acción y color; es muy divertido y estás muy cerca de la lucha mexicana original”.
Martínez viaja al menos una vez al año a México y asiste hasta a tres funciones de lucha a la semana. También atiende sus negocios, pero con una visión social. Las máscaras y los trajes que usan sus luchadores y algunos productos derivados son hechos en el país; al precio de venta de cada artículo, él añade un euro.
“Es una forma de agradecer el privilegio de poder vivir de la cultura mexicana”, menciona el empresario. Y es que, se sincera, “tengo sangre española… pero corazón mexicano”. Y todo por culpa de la lucha mexicana.
*Este reportaje fue publicado en la edición del 17 de septiembre de 2017 de la revista CAMBIO. Aquí puedes leer el texto original➔