A pesar de las elecciones del jueves 20 en Afganistán, los poderes fácticos del país han adquirido carta de naturalización: el de los “señores de la guerra” y el de los talibanes, los cuales “pueblo por pueblo, región por región” ejercen el poder político y económico, al grado de que las autoridades locales, contratistas internacionales, organizaciones civiles y hasta narcotraficantes se ven obligados a pactar con ellos para realizar sus actividades.
(Artículo publicado en la edición del 30 de agosto de 2009 de la revista PROCESO)
BRUSELAS.- La madrugada del pasado 9 de marzo, un comando de soldados estadunidenses irrumpió en el domicilio de Haji Malik, un dirigente del distrito Mohammed Agha designado por los miembros del concejo local. Al ser detenido junto con su hijo Salim y su hermano Khadel Khan se le encontraron armas de grueso calibre, minas, metros de cable, detonadores y material para fabricar bombas.
A Malik y sus familiares se les acusó de estar asociados a “uno de los más importantes” líderes talibanes de la provincia de Logar, cuya milicia cometió numerosos atentados en la capital, Kabul.
Esa noticia desconcertó a Don y Sally Goodrich, un matrimonio estadunidense de Vermont cuyo hijo perdió la vida en los atentados a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. En honor a su hijo Peter, la pareja financió la construcción, en 2006, de una escuela para niñas en el distrito. Mohammed Agha Malik y su familia brindaron un apoyo sustancial al proyecto, incluso después de que los talibanes tomaron el control del pueblo, unos días antes de su arresto.
Intrigado con esa historia, el periodista Charles Sennott, del sitio estadunidense Global Post, entrevistó en Kabul al viceministro afgano de Educación, Autallah Wahajir. En un artículo publicado el viernes 7, Sennott dijo que el funcionario le comentó que casos como el de Malik se repiten en otras provincias. Es común, añadió el entrevistado, que los jefes tribales acuerden con los talibanes dejarlos hacer lo que quieran, a cambio de mantener abierta la escuela del pueblo.
Durante la conversación con Sennot, el viceministro no limitó sus expresiones de odio contra los talibanes a quienes consideró “peor que animales”. Sin embargo, comentó que, desde su punto de vista, Malik había hecho lo correcto al pactar con los talibanes, ya que sólo así los niños podían proseguir sus estudios.
La mañana del pasado 9 de julio, una camioneta cargada con explosivos estalló en medio de un grupo de estudiantes que iban a sus escuelas, una de ellas la de Sally y Don. El atentado dejó 25 muertos, 13 de ellos niños.
En Afganistán, los acuerdos de las autoridades con la insurgencia talibán y con los “señores de la guerra” son un componente histórico de las estructuras locales de poder.
Por ello, a pesar de las promesas democráticas en que se basaron las elecciones presidenciales y provinciales del jueves 20, quienes acceden a un cargo de representación deben someterse a esos poderes fácticos. Así lo aseguró Ajmal Samali, director del Afghanistan Rights Monitor, un centro independiente de derechos humanos con sede en Kabul, en una entrevista publicada en la revista francesa L’Express el martes 18 de agosto.
En los hechos, comentó Samali, tales comicios terminarán por legitimar la autoridad de los talibanes y de los “señores de la guerra”, la cual ha llegado al punto de que suplantan al Estado en funciones tan básicas como la del cobro de impuestos y el control de la actividad económica en la mayor parte del territorio nacional.
El viernes 7, la directora del programa para Afganistán del Institute for War and Peace Reporting (IWPR), Jean MacKenzie, publicó en Global Post un artículo en el cual señaló que contratistas de ONG y de empresas dedicadas a la construcción han colaborado con los talibanes. Aclaró que no ofrecía nombres para salvaguardar la seguridad de sus fuentes.
“Una oscura oficina en Kabul –indicó MacKenzie– alberga al oficial talibán encargado de los contratos. Examina las propuestas y negocia un porcentaje con las jerarquías de la organización. El administrador de una firma afgana con lucrativos negocios con el gobierno de Estados Unidos, estima un porcentaje mínimo de 20% para los talibanes en su presupuesto. En privado, contó a sus amigos que en la región obtiene 1 millón de dólares de ganancias al mes, de los cuales 200 mil dólares van a parar a manos de los insurgentes”.
Venta de protección
La directora del IWPR citó la narración de un contratista afgano encargado de construir un puente en el sur del país: “El comandante talibán local me llamó y me dijo: “no construyas el puente ahí o lo vamos a volar”. Le rogué que me dejara terminarlo para cobrar el dinero y le dije que después podían hacer lo que quisieran. Estuvo de acuerdo y terminé mi proyecto”.
En otro caso expuesto por MacKenzie, un contratista de la provincia de Helmand, también al sur de Afganistán, tenía que importar pipas de combustible desde Pakistán. El proveedor local le cobró una prima adicional de 30% del costo previsto, pues debía pagar ese porcentaje a los talibanes para garantizar que los vehículos llegaran al poblado de Lashkar Gah. En este lugar, el contratista tuvo que negociar otra comisión con los talibanes para que le permitieran el paso hasta el lugar del proyecto.
Y los abusos prosiguen. Fetrat Zerak, periodista del IWPR, afirmó que los talibanes que operan en la provincia de Farah suelen quedarse con 40% de las ayudas a la reconstrucción otorgadas por el gobierno afgano desde 2003, a través de su iniciativa estrella, el Programa Nacional de Solidaridad.
En una nota fechada el pasado 18 de marzo, Zerak se refirió al proyecto para limpiar el canal de irrigación Nawbahar. Planteó que, para realizarlo, las autoridades de Pushtrod recibieron 40 mil dólares del Ministerio de Rehabilitación Rural y Desarrollo. Sin embargo, los talibanes reclamaron un “impuesto de guerra”, y una parte del dinero que cobraron sirvió para comprar un vehículo destinado al transporte de milicianos.
El gobierno afgano calcula que los ingresos anuales de la insurgencia talibán ascienden a 300 millones de dólares. De este monto, casi la mitad proviene de la producción de amapola, según la Oficina de Naciones Unidas sobre Droga y Crimen (UNODC, por sus siglas en inglés).
De acuerdo con testimonios recogidos por Mackenzie en el distrito de Marja, los cultivadores deben dar a los talibanes dos kilos de pasta de amapola por cada 2 mil metros cuadrados de tierra. Además, los insurgentes cobran el ushr por la producción de trigo, un impuesto islámico que equivale a una décima parte de las ganancias de toda la cosecha. También exigen el zakat, otro tipo de diezmo islámico, así como un pago de 150 dólares por familia.
El controvertido cobijo político que el presidente Hamid Karzai y Estados Unidos han dado a un grupo de sanguinarios “señores de la guerra” es un factor determinante para explicar el imparable avance de los fundamentalistas talibanes.
Después de años de combatir contra el ejército soviético, casi todos los “señores de la guerra” se impusieron como gobernadores de provincias o autoridades locales a comienzos de los años noventa. Su modo de gobernar fue brutal: sembraron el caos y la anarquía, cometieron masacres y amasaron fortunas en tiempo récord.
En un programa difundido el 14 de junio pasado, Mark Corcoran, corresponsal en Afganistán de la Radio Nacional Australiana ABC, se refirió al caso de Gul Agha Sherzai, quien acumuló 300 millones de dólares en tan sólo año y medio de su mandato como gobernador de la provincia de Kandahar. El periodista basó su información en datos proporcionados por la Dirección Nacional de Seguridad afgana.
En esa misma emisión radial, Corcoran aseguró que la extendida brutalidad de los “señores de la guerra” contribuyó a que los talibanes tomaran el gobierno en septiembre de 1996 e instauraran el Emirato Islámico de Afganistán. Prácticamente todo el país cayó bajo el dominio talibán.
En diciembre de 2001, las Fuerzas de la Coalición establecieron un gobierno provisional y los “señores de la guerra” fueron incitados por Estados Unidos y sus aliados a combatir, con su característico salvajismo, a los talibanes en rebeldía.
Uno de ellos, Abdul Rachid Dostom, de la minoría uzbeka, fue acusado, incluso por Washington, de haber encerrado en contenedores a 2 mil prisioneros talibanes que eran transferidos de Kunduz a la prisión de Sheberghan. Todos murieron asfixiados y luego fueron enterrados en una fosa común.
Quimera democrática
El domingo 16 por la noche, bajo la protección del candidato Karzai, el general Dostom regresó a Kabul de su exilio en Turquía. Las redes de influencia de este militar le garantizaron a aquél los votos uzbecos.
Ajmal Samali, director del Afghanistan Rights Monitor, explica:
“En los últimos ocho años estos comandantes han extendido y consolidado su poder, su riqueza y su influencia sobre el gobierno afgano. Sosteniéndolos y utilizándolos para servir sus objetivos políticos, el presidente Karzai y Estados Unidos los han legitimado. Debido a que son más poderosos que el gobierno en ciertas regiones del país y considerados más eficaces por las minorías étnicas, los candidatos a la presidencia los cortejan para obtener su respaldo. Sobre todo el presidente Karzai y su principal rival, el doctor Abdullah Abdullah”.
Además de Dostom, Karzai, perteneciente a la mayoría pashtún, cuenta con el apoyo del comandante tajik Mohammed Qasim Fahim, a quien le prometió una vicepresidencia; también lo respaldan Karim Khalili y Mohammad Mohaqeq, ambos de la minoría hazara.
En 2007, una serie de historias sobre numerosos secuestros y brutales agresiones en la provincia de Takhar, al norte del país, llegaron al IWPR. El periodista Sayeb Yaqud Ibrahimi acudió a investigar y el 17 de septiembre de ese año publicó un dramático reporte. La región estaba siendo asolada por los caciques locales.
Habib Rassoul, uno de los pocos residentes del lugar que quiso dar su nombre, le contó que su esposa llevaba tres meses desaparecida. Aseguró que el comandante Piram Qul la había secuestrado mientras él estaba en Kabul cuidando a su hermano enfermo.
Se trataba de una venganza, pues unos meses antes Habib había participado en una manifestación en contra de ese militar. Cuando fue a la comisaría, nadie le ayudó por temor a Qul, quien se desempeña como uno de los nueve representantes provinciales en el parlamento afgano en Kabul.
Otro hombre refirió que Qul había entrado a su casa y se llevó a sus dos pequeños hijos de seis y ocho años. Los mató, metió sus cuerpos en una bolsa y los arrojó al río. Mientras secuestraba a sus hijos, Qul le dijo que ese era “el castigo por su propaganda contra los comandantes”.
Esa terrible situación persiste “En el norte del país –escribe Jean MacKenzie en otro de los reportajes publicados por Global Post el 7 de agosto con motivo de las elecciones–, las bandas armadas asociadas con los “señores de la guerra” siguen en ascenso. Sus excesos pueden provocar que más gente prefiera los sofocantes pero seguros días del régimen talibán”.
Un doctor de apellido Malalai, vecino de Mazar-e-Sharif, capital de la provincia de Balkh, le habló a la periodista de sus “años dorados”, cuando gozaba de una situación muy confortable bajo la autoridad de los talibanes.
“Entonces –dijo–, yo trabajaba tiempo parcial y ganaba lo suficiente para cubrir mis necesidades. Podía ir a donde quisiera, ya que la inseguridad no era un problema. No teníamos miedo de ser asaltados, secuestrados o asesinados. Pero ahora, tengo que trabajar tiempo completo y no me alcanza el dinero”.
Incluso una conocida feminista, Soraya Parlika, quien además pertenece a una prominente familia del gobierno comunista que dirigió al país en los años ochenta, le comentó a MacKenzie: “Los talibanes no nos dejaban trabajar o ir a la escuela, pero no nos violaban ni nos mataban”.