Washington lanzó la “madre de todas las bombas” –la GBU-43/B, la más potente del arsenal no nuclear estadunidense– en contra del Estado Islámico en Afganistán, organización que no tiene más de 800 combatientes, confinada a cuatro distritos de ese país, ya diezmada por el ejército afgano y los talibanes, y sin relevancia militar ni política en Asia Central. A decir de expertos en esa región, el verdadero objetivo del desproporcionado ataque estaba en Estados Unidos, pues el presidente Trump lo utilizó para recuperar el respaldo de la opinión pública y lanzar un mensaje de apoyo al Pentágono, cuyos generales se resisten a salir de Afganistán.
BRUSELAS (Proceso).- El sorpresivo ataque estadunidense del pasado 13 de abril contra una red de túneles y grutas que supuestamente utilizaba el grupo terrorista Estado Islámico (EI) en Afganistán para defenderse de las tropas aliadas, fue desproporcionado y obedecía a un interés de la agenda política interna del gobierno de Donald Trump: recuperar el respaldo de la opinión pública estadunidense.
El presidente Trump se sirvió por primera vez de la bomba no nuclear más poderosa de su arsenal, pero no contra el principal enemigo del Estado afgano, sino para intimidar a la que quizás es la facción del EI más debilitada desde un punto de vista militar.
“La guerra de Afganistán es quizás una guerra olvidada en los medios de comunicación internacionales, pero continúa. El ejército de Estados Unidos permanece en Afganistán. Oficialmente lleva a cabo una misión de entrenamiento y asistencia, pero en la práctica está bombardeando objetivos terroristas; sigue activo en la lucha contra los talibanes y el Estado Islámico”, explica en entrevista con Proceso la holandesa Martine van Bijlert, codirectora del Afghanistan Analysis Network, un think tank alemán que cuenta con un equipo de analistas en Kabul, la capital afgana, y cuyos informes son una referencia entre académicos y periodistas que se interesan en la reconstrucción del país tras la invasión estadunidense que hace 16 años derrocó al régimen talibán.
La experta continúa: “Que Estados Unidos ataque un escondite del EI no es anormal; lo que no tiene precedente es el uso de esa enorme bomba (la GBU-43/B, conocida también como “la madre de todas las bombas”). Y eso ha tenido mucho impacto en los medios”.
La fuerza del EI en Afganistán está en “declive”, dice van Bijlert. La organización terrorista se encuentra atrincherada en la provincia de Nangarhar, al este del país, donde ciertas comunidades salafistas conforman su base social.
“El EI no está creciendo en Afganistán, no se encuentra en un momento de impulso. Obviamente daña y aterroriza a la población local y ha realizado algunos ataques terroristas mayores en lugares como Kabul, pero no está progresando”, dice Van Bijlert.
–¿Por qué atacar entonces al EI en Afganistán y no a los talibanes, que representan una amenaza mucho más grande en el país? –se le cuestiona.
–Estados Unidos pudo haber apuntado a cualquiera de las dos organizaciones terroristas. Pero escogieron al EI porque era más conveniente, pensando en el público estadunidense.
El bombardeo del gobierno de Trump el pasado 7 de abril contra una base militar en Siria, tras un ataque químico en una población del mismo país cuyas imágenes causaron indignación internacional, “fue bien aceptado por una parte de los medios y de la población de Estados Unidos”, opina la entrevistada.
Después de ello, prosigue, Washington quiso lanzar un ataque muy anunciado sobre el EI para mostrar que “hay un nuevo sheriff en el pueblo. En la política interna estadunidense esa opción funcionaba mejor que con los talibanes”.
Para la experta holandesa, el uso de la mencionada bomba fue “desproporcionado” y ayudará “a aumentar el perfil del EI. (Por el arma utilizada) da la impresión de que no se trata de un grupo pequeño en declive”. De hecho, señala, lo que está haciendo Estados Unidos es ampliar las “relaciones públicas” del EI, “sugiriendo que la organización tiene un gran potencial: esa es una manera de fortalecerlos, de incrementar su estatura”.
El diario The New York Times advirtió también sobre el riesgo de que Trump y el Pentágono enardezcan todavía más los sentimientos antiestadunidenses en el mundo musulmán.
El rotativo menciona que, de febrero a marzo pasados, los bombardeos estadunidenses en Siria e Irak contra el EI aumentaron de mil 782 a 3 mil 471, la cifra más alta registrada en un solo mes por Airwars, un proyecto de transparencia que monitorea los bombardeos de las potencias sobre Irak, Libia y Siria.
Enemigo debilitado
La facción del EI emergió públicamente en Afganistán y partes de Pakistán en mayo de 2015 (otras fuentes indican que en enero), bajo el nombre de EI en la Provincia de Jorasán.
Formado por yihadistas pakistaníes que se refugiaron en 2010 en Afganistán y al principio fueron apoyados por el gobierno de Kabul, el EI logró arrebatar territorios a los talibanes, quienes posteriormente los recuperaron, según un reporte de la organización independiente de investigación Afghanistan Analysts Network.
Según esa fuente, actualmente la presencia del EI está confinada a cuatro distritos de la montañosa provincia de Nangarhar, uno de ellos Achin, donde fue lanzada la bomba estadunidense y el mismo sitio donde una semana antes fue asesinado un soldado de las fuerzas especiales de ese país. No obstante el capitán William Salvin, vocero del Pentágono en Kabul, declaró que el ataque del 13 de abril no fue un acto de venganza.
El diario británico The Guardian publicó, citando como fuente al ejército de Estados Unidos, que el número de combatientes del EI en Afganistán es de entre 600 y 800, la mayoría en Nangarhar.
Si la cifra es correcta, en el ataque del 13 de abril –en el cual se reportó la muerte de 36 yihadistas– los terroristas habrían perdido entre 4.5 y 6% de sus efectivos.
La organización terrorista combate en tres frentes: contra los operativos de las fuerzas de seguridad afganas, los drones estadunidenses y los ataques de las unidades especiales de los talibanes.
“Todos sus intentos por expandirse más allá de Nangarhar han fracasado miserablemente. Y la perspectiva de que establezca un punto de apoyo territorial en Kabul es muy distante”, afirma el investigador del Afghanistan Analysts Network, Borhan Osman.
El EI dispone de una célula en Kabul que durante 2016 ejecutó tres ataques con fuerte impacto: uno contra un convoy de la embajada canadiense que dejó 14 guardias nepalíes muertos; otro a una manifestación política, con un saldo de 80 personas asesinadas, y uno más sobre una concentración de afganos chiitas, en el que fallecieron 19 de ellos.
Con datos vigentes hasta diciembre de 2016, el International Crisis Group (ICG), un centro de estudios no gubernamental con sede en Bruselas, señala que, de los 375 distritos de Afganistán, los talibanes representan una “alta amenaza” en 151 y “mediana” en 65, mientras que en 11 habían tomado el poder; un panorama muy distinto al del EI, que sólo domina cuatro distritos.
De acuerdo con información actualizada este 1 de febrero por la oficina estadunidense del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán y recogida por el ICG, el gobierno de Kabul sólo tenía control o influencia sobre 57% del territorio nacional.
Guiño al Pentágono
Entre enero y noviembre de 2016 fueron asesinados 6 mil 785 soldados y policías afganos, y heridos otros 11 mil 777, además de que ese mismo año la Misión de Asistencia de la ONU en Afganistán registró un incremento de las víctimas civiles a 3 mil 498 muertos y casi 8 mil heridos.
Durante 2015, dicha representación de las Naciones Unidas atribuyó la muerte de 82 civiles al EI y más de 4 mil a los talibanes, reportó la revista estadunidense The Diplomat en su edición del 26 de enero.
Esa publicación señala igualmente que, en el último cuatrimestre de 2016, el Monitor de Extremismo Global del Center on Religion and Geopolitics indicó que los ataques del EI dejaron 94 muertos, pero la organización terrorista perdió 497 militantes en el mismo periodo.
El ICG refiere que el mayor desafío que enfrenta el gobierno afgano en términos de contrainsurgencia es acabar con el apoyo que brindan a los talibanes las autoridades de Pakistán, país que han convertido en su santuario.
En octubre de 2015 el propio comandante John Campbell, entonces máximo jefe de las fuerzas armadas estadunidenses en el país (la USFOR-A), advirtió que al menos 70% de los problemas de seguridad que enfrenta Afganistán se debe a un “pobre liderazgo” de las autoridades nacionales.
Hace dos años y medio que fue creado el Gobierno de Unidad Nacional para impedir que el país se sumergiera en el caos político luego de la conflictiva elección presidencial de 2014. Sin embargo –advierte el ICG en un reporte del 10 de abril pasado– las disputas entre el presidente Ashraf Ghani y el jefe del Ejecutivo, Abdullah Abdullah, amenazan terminar con la frágil estabilidad del país.
Debido a lo anterior, durante su primer año de funciones el gobierno fue incapaz de designar a ministros clave para la seguridad, como el del Interior y el de Defensa. Y cuando al fin fueron designados, las rupturas y la desconfianza en el aparato de seguridad están dificultando su capacidad para combatir el terrorismo.
En ese contexto, el experto francés en la transición afgana, Jean-Luc Racine, comentó en una entrevista para Radio France International que el ataque estadunidense al EI en Afganistán podía interpretarse como “una señal enviada por Washington al Pentágono”:
“Los generales que comandan las tropas aliadas en Afganistán habían alertado sobre los riesgos de seguir adelante con la retirada decidida por Barack Obama. Subrayaban que la situación era muy incierta por la resistencia de los talibanes y por la presencia aún de centenares de combatientes del EI en esta provincia fronteriza con Pakistán.”
El plan de Obama era que para este año la presencia militar estadunidense en Afganistán debía reducirse a “nivel de embajada”, es decir a unos mil efectivos, pero hasta ahora continúan estacionados en el país 8 mil 400 soldados.
*Este reportaje se publicó en la edición 2111 de la revista Proceso del 16 de abril de 2017. Lee aquí el texto original➜