Los intentos o golpes de censura suelen provenir de autoridades, grupos empresariales o miembros del crimen organizado. Pero no exclusivamente. También pueden llegar de donde uno menos los espera.
En una ocasión, hace tiempo, un activista me pidió amablemente que no publicara un documento. Me lo exigió cuando me negué, y finalmente amenazó, si yo no cambiaba de opinión, con cortar la comunicación con un colectivo de organizaciones no gubernamentales.
Defender una causa noble no descarta la posibilidad de cometer en su nombre actos de censura. En la posición del periodista, el derecho del público a saber está por encima de cualquier compromiso por más justo que ese sea.
Resulta que una ONG con base en Europa consiguió un documento en el que una compañía de ese mismo continente revelaba detalles de un proyecto en curso para la instalación de un parque eólico en Oaxaca, México.
Entre otros elementos de interés periodístico, el documento describía una polémica forma en que la empresa había entregado dinero y recursos a la comunidad y a las autoridades locales con el propósito de evitar su resistencia al proyecto. En ese momento, además, la Comisión Europea analizaba otorgarle a la compañía eólica fondos millonarios de un programa de desarrollo, lo que despertaba un fuerte cuestionamiento de parte de los activistas: las instituciones de Bruselas estaban dispuestas a contribuir financieramente con una polémica inversión privada.
La ONG en cuestión tenía programado presentar un reporte con fragmentos de ese documento en el Parlamento Europeo.
Días antes, el mismo documento cayó en mis manos y preparé una nota después de platicar con mi editor.
***
Cuando al comienzo de la presentación en el Parlamento Europeo le comenté al coordinador de la mencionada ONG que se publicaría una nota sobre el documento al que ambos habíamos tenido acceso, su primera reacción fue “sugerirme” que me lo guardara y no lo difundiera, para luego solicitármelo directamente. Se me comentó que funcionarios de la Comisión Europea le habían advertido que si compartía el documento con la prensa, él o su organización serían demandados. El activista temía que, tras su divulgación en la prensa mexicana, lo culparan de habérmelo filtrado, que no era el caso.
Como rechacé su petición, al final de la presentación pidió hablar conmigo. Sin rodeos y en un tono muy adusto me expuso que había consultado a otros líderes activistas y que entre todos habían decidido que, de empeñarme en publicar el mencionado documento, yo sería declarado “persona non grata” por varias ONG promotoras del desarrollo.
Por un instante quedé mudo, pensando en cuál debía ser mi réplica. Razoné en voz alta, y pregunté al activista si era consciente de que estaba amenazando tanto al corresponsal como a la revista que publicaría el texto que él pretendía censurar. Su semblante reflejó un súbito y desbordante enojo, uno que casi se salió de control cuando me tocó el pecho con su índice derecho al ritmo intermitente de cada palabra que, lenta y bien marcada, iba pronunciando: “No-te-estoy-amenazando”.
Pero sí, sí lo había hecho.
“Hasta aquí”, me dijo, se despidió de mano y se alejó rápidamente. Esa fue la última vez que platiqué con él. Días después, el texto de la discordia salió publicado y, hasta donde sé, no causó ninguna acción legal.
[signoff]*Artículo de opinión publicado el 7 de abril de 2015 en el sitio de periodistas Cuadernos Doble Raya[/signoff]