Hoy compré chiles en el supermercado, chiquitos, algunos rojos pero la mayoría verdes, parecen jalapeños pero luego me fijé en el empaque y me sorprendí: producto de Kenia, decía en la etiqueta.
Este año, desde hace un par de meses, he podido ver África, por decirlo así, desde distintas perspectivas. En febrero, en el club de lectura que coordino, exploramos Americanah, la última novela de Chimamanda Ngozie Adichie, la escritora nigeriana que desde hace varios años vive en Estados Unidos.
Luego, unas semanas después, fui a una noche literaria, donde los invitados leen sus textos, ya sea poesía o algún cuento corto. Me invitó Sarah, una amiga escocesa que escribe cuento para niños, poesía, y que ha leído algunos de mis textos en inglés. Ven, me dijo, nos gustaría escuchar algo. Lo que tengas.
Fue un martes frío, con bruma y a ratos con lluvia, cerca de la Basílica de Koekelberg, en un barrio histórico de Bruselas pero que conozco poco. Llegó un momento, a unas cuadras del metro, en que me sentí perdido; apenas podía ver el nombre de las calles. Cuando al final di con el edificio, subí al segundo piso y saludé a Sarah, me quité el abrigo y busqué un lugar donde sentarme. Le confirmé que traía algo para leer y me apuntó en el pizarrón en quinto lugar, antes de Jean-Baptiste y después de Malik.
Conocí a un joven de Afganistán, de la parte oeste, cerca de Irán, y hablamos en francés. “Moi, je suis Tajik,” me dijo, y me explicó que era bilingüe, que hablaba deri (similar al farsi) con su familia y pastún en la escuela. También hablé con una chica española y un joven de Guyana Inglesa, pero la mayoría eran de África.
Escuché poesías y cuentos de gente de Malí, Djibuti, Burkina Faso, Camerún, Mauritania, y algunos eran tristes, lamentos de añoranza; otros juguetones o con mucha fantasía.
Cada quien leía a su ritmo, en su idioma y, de así desearlo, compartía un poco de su historia. Algo que era común a casi todos, y que al final consulté con Sarah, era que se conocían del mismo lugar: Le Petit Château.
“Es un especie de hospicio,” me explicó. “ Llegan en busca de asilo. Es donde esperan una respuesta del gobierno.”
Cada historia, cada camino, todos tan diferentes, la distancia, a veces creada por un pasado, lenguaje o cultura distintos, esa noche se disolvió.
Todavía recuerdo lo que un hombre de poco cabello, frente brillosa y camisa de un blanco impecable nos dijo cuando se acercó al micrófono:
“Este es un poema que escribí para mi esposa y mis hijos, que se han quedado en Camerún.”
Me pesa, aún ahora, la imagen de un padre que debe alejare de su familia, y lo recuerdo no sólo porque me conmueve, sino por que se yuxtapone a imágenes que guardo en la cabeza, en este caso de mujeres que dejaron su familia, sus hijos, y que también hicieron ese viaje, Africa-Europa. Me refiero a dos escritoras, Doris Lessing (autora de The Golden Notebook) y Muriel Spark (autora de The Prime of Miss Jean Brodie), ambas apasionadas de su profesión y que sufrieron al verse forzadas a elegir entre maternidad y la escritura. ¿Y por qué forzadas? En esa época la responsabilidad de criar a los hijos era vista como labor exclusiva de las mujeres. Debían abandonarlo todo y dedicarse a ser madres.
¿Es diferente para un hombre que para una mujer, el separarse de su familia?
El otro día, en la biblioteca flamenca de Bruselas encontré un libro que me hizo reflexionar.
En The Essential Difference, Simon Baron-Cohen, profesor de psiquiatría en la Universidad de Cambridge, describe los resultados de su investigación. “Con mayor frecuencia las mujeres empatizan, mientras que los hombres sistemizan.” Empatizar es imaginar lo que otra persona podría estar sintiendo y además, generar, dentro de sí y de manera automática, una respuesta emocional a esa suposición. Sistemizar incluye el deseo por comprender a detalle el funcionamiento de un fenómeno, de un mecanismo, pero también el interés por formar sistemas jerárquicos, el deseo por competir. ¿Podría ser un efecto de la cultura, de la sociedad en que vivimos? Baron-Cohen se adelanta y documenta que esas diferencias se observan ya en niños y niñas muy pequeños, y en diversas culturas.
Pero lo que más me ha llamado la atención son sus notas con respecto a violencia, agresión. Y es que son hombres, en su mayoría, los que llenan la estadística.
Hace unos días fui al cine, al edificio Flagey, a ver la premiere de un documental que muestra la tragedia, el desastre social y moral que ha desgarrado a la República Democrática del Congo: L’homme qui Repare Les Femmes (literalmente, El Hombre que Repara A Las Mujeres; en España se tituló El Hombre que Cura a las Mujeres Violadas).
“¿Dónde estaban los hombres?” pregunta Denis Mukwege, protagonista del documental, “¿Dónde estaban los maridos, los padres cuando estas mujeres, estos niños fueron violados?”
Rebeldes hutu, soldados y policías congoleses, es atroz lo que han hecho con mujeres y niños, incluso bebés.
¿Dónde estaban los hombres cuando pasó esto?
Denis Mukwege, cirujano congolés, ha operado a decenas de mujeres violadas, lastimadas, niños mudos, maltrechos, niñas que ya nunca podrán ser madres. Mukwege, quien recibió el premio Sakharov 2014 del Parlamento Europeo y quien ha denunciado estos actos innombrables, fue amenazado de muerte. Al llegar al Congo, después de una visita a la ONU en Nueva York, cinco hombres lo esperaban con ametralladoras delante de su casa. A la fecha, con la protección de cascos azules egipcios, Mukwege sigue “reparando” mujeres.
La teoría de Baron-Cohen dice que estos son hombres que han perdido cualquier rastro de empatía, incapaces de sentir el dolor de sus víctimas, mucho menos imaginar que su madre, su hermana, podrían también ser violadas.
En el film muestran el proceso judicial contra unos policías y soldados congoleses, todos declarados culpables y sentenciados. Al comienzo de la escena sólo se ve la cara del juez, un militar de alto rango, y en ese momento pensé: en cuanto los enfoque la cámara se tiene que ver de inmediato: de seguro tienen rostros de psicópatas, de verdugos desalmados.
Pero no. De pie, frente al juez, parecían perros acorralados, temerosos por su destino.
Con la intervención militar de varios países, la milicia hutu entregó finalmente las armas. En el film muestran la ceremonia donde el gobernador de la provincia es recibido con tambores, niños cantando, y a los rebeldes se les otorga amnistía a cambio de paz. Sin embargo, las marcas que han dejado en tantas vidas, las lágrimas, las pesadillas, eso no se borra.
En toda esa penumbra, en medio de esas ruinas, hay una luz, tenue, o por lo menos yo lo veo así, porque el doctor Mukwege es un ejemplo para nosotros, los hombres; porque ha sido capaz de mostrar empatía, más que muchos, y a mi eso me da esperanza, me motiva a escribir estas páginas porque existe otro riesgo –ni de cerca comparable al de esas víctimas– pero que también corroe nuestro coexistir, nuestro deseo por vivir en un mundo de paz, con respeto hacia todos y todas.
Hace poco, en un artículo de la revista New Yorker, feministas radicales afirmaban con absoluta certeza:
“Un hombre, aunque quiera, no puede imaginar lo que siente una mujer. Nacieron hombres en un mundo para hombres y dirigido por hombres.”
¿Desde cuándo pueden leer la mente de otra persona, determinar lo que puede o no sentir? ¿Qué tipo de sociedad es la que fomentan hablando así?
Baron-Cohen escribe:
—Hace poco, en la televisión británica escuché a una presentadora decir la siguiente broma: ‘Las mujeres son de Venus, los hombres son tontos.’ Mujeres en el público se rieron. La co-presentadora, sentada a un lado, preguntó, ‘¿Realmente necesitamos a los hombres? ¿Para qué sirven?’ A lo cuál la presentadora respondió: ‘He escuchado que se pueden entrenar y que son buenas mascotas.’ Este tipo de abuso y de sexismo de mujer a hombre es sorprendente y nunca sería tolerado si el sujeto de la broma fuese una mujer, o alguien de color, o judío, o gay.
El día de hoy muchas mujeres siguen siendo víctimas de injusticia, de maltrato, de sexismo en el trabajo. Sólo un obtuso podría negarlo.
Pero el discurso radical feminista no lo entiendo. Escuchándolas, parecería que vamos como en un péndulo, de una tiranía sexista de un tipo, a otra.
¿Qué hay de esos hombres que no toleran la violencia, el maltrato, la discriminación, que denuncian la necesidad por un mundo equitativo entre hombres y mujeres, en el trabajo, en el hogar, en la calle?
Si aceptamos la tesis de Baron-Cohen, aunque sea por un momento, así como las mujeres pueden afinar sus habilidades para sistemizar y desarrollarse al nivel profesional que deseen, también los hombres pueden tener empatía, sentir, sintonizarse a lo que otros y otras sienten.
Hombres como el doctor Mukwege hay pocos. A una sociedad diferente sólo aspiramos con cambios, con hombres que sepan dar la cara y el corazón; que sepan apreciar, valorar, respetar a las mujeres. Mujeres que les permiten ser hombres nuevos.