Brindis con Chardonnay
Abres la puerta y entras al restaurante con prisa. Ves dos o tres cabezas girar hacia ti, todas de hombres –como de costumbre, los ignoras. Avanzas sobre el mármol y el sonido de tus tacones se extiende hacia todas las mesas. El día es opaco pero no te quitas las gafas de sol. Te detienes, miras a ambos lados y luego dejas caer las manos a la cadera, frustrada. Un camarero, ¿dónde hay un maldito camarero? De pronto ves a Emilia, al fondo y de pie, haciéndote señas con la mano.
Te envuelve en un abrazo, cierras los ojos y te llenas la nariz con sus jugos: leche en polvo, papilla de manzana, pañal desechable, cabello seboso –maternidad atomizada.
“Estás guapísima”, le dices, “¿no me digas que son las hormonas? Esto de tener un bebé es justo lo que necesito. Sólo que sin el bebé”.
Emilia te sonríe y niega con la cabeza mientras se cubre los labios con un dedo. Descubres, sintiéndote idiota, que la carriola está justo enfrente de ti.
Te inclinas y ves el rostro diminuto y pacífico, horneado entre las cobijas. Sientes curiosidad y te detienes a observar. Primero el gorrito de Woody Allen, la manita semicerrada que se asoma al borde del cobertor, rosada, caliente; la boca entreabierta y el subir y bajar acelerado de esa vida que comienza.
Regresas a la silla y te subes las gafas cuidándote el peinado.
“¿Acaso pensabas que no me conmueven los bebés?”, le dices, mientras revisas tu imagen en el espejo del muro.
Emilia te sonríe y te toca el antebrazo. “¿Cómo estás?”
“Harta”, respondes, “no soporto a los taxis de este país. Perdón por llegar tarde”.
“No importa, Hanne. Olvídate de eso ya. Además, estaba leyendo el periódico y ni me di cuenta de la hora”.
No ha cambiado nada, piensas. Excepto los dientes que se le han puesto un poco amarillos, aún tiene el rostro perfecto.
“Cuéntame cómo lo has hecho”, le dices, “de verdad que esto de la maternidad te ha sentado muy bien”.
Se sonroja y te palmea suavemente en el brazo. “Para con eso”.
Te llenas la boca con cacahuetes. La miras con los ojos bien abiertos, ofendida. “De qué hablas, te lo digo en serio”.
Se levanta de la silla para ver al bebé que se queja. Qué extraño ver a Emilia de mamá, piensas. Siempre tan ambiciosa, tan independiente; feminista hasta la muerte.
Se inclina hacia el bebé y a través de los huecos de su blusa ves el sostén, inmenso, las manchas de humedad cerca de los pezones; los pliegues y el blancor de la piel que se ha extendido para guardar otra vida; la bendición y la fatiga; el pasar de los años. Y casi sin querer recuerdas ese vientre liso, el tensar de los músculos que, en un impulso, se marcaban al plantarse sobre la tabla de surf; escuchas tu risa y das brazadas, la sal del agua en tus labios –la siguiente ola es la tuya. Y también ves las montañas, el resplandor de la nieve, el deslizar de los esquís. Recuerdos de juventud, de sueños e incertidumbres. Aparecen en tu mente sin pedir permiso, sin disculpa, como si fueran de otra vida, de otro álbum que no es el tuyo.
Se sienta otra vez y le sonríes mientras concluyes que es natural: incluso ella puede cambiar y mandar todo al carajo por el deseo de ser madre. Te la imaginas recostada de lado, acariciándose el vientre gigante, descubriéndose, reconociendo ese motorcito de sangre que empuja y que crece. Te imaginas a Max en el baño, cepillándose los dientes con fuerza, escupiendo espuma con sangre; las manos sobre el lavabo, la mirada extinguida. Y después, la luz que se apaga, las pisadas que se ahogan en la alfombra, el deslizar silencioso entre las cobijas; las espaldas que se curvan, que se rozan, y que luego se alejan.
Y entonces, te alegras de ver al camarero que llega y que, además, es guapo.
***
Emilia es de las primeras en llegar. Sólo hay una pareja joven cerca de la ventana. Él hojea el periódico, ella el menú. Ven la carriola y de inmediato se enciende la alarma en sus rostros – pánico, disgusto, fuga. Algunas veces, Emilia se ha tenido que encerrar en el baño, huyendo de las miradas y tratando de calmar al bebé.
Encuentra una mesa en el rincón, se asegura que el bebé duerme y se deja caer en la silla. Recarga la nuca contra el espejo y suspira. Vivir en Londres ya no es lo mismo. Todo sería más fácil si volviese a Oslo, le había dicho su madre. En el fondo sabe que es verdad pero se niega a aceptarlo –a ella nadie le dice lo que debe hacer.
Se acomoda el cabello; lo enrolla y se hace un nudo en la coronilla, como si fuese un bulbo de cebolla. Lo ha querido lavar desde ayer pero, como otras veces, no ha tenido tiempo. ¿Y hace cuánto que no se pone maquillaje? Un camarero la interrumpe.
“¿Desea algo de beber?”
Emilia escucha la pregunta pero no consigue responder; su mente tropieza.
El camarero está acostumbrado a atender trasnochados; reconoce el desazón en los ojos de Emilia. Le ayuda.
“¿Un café? ¿Jugo de naranja? ¿Agua mineral?”
“Un café”, consigue decir, “un café, por favor”.
El mesero asiente y se aleja.
Emilia se toca el cabello, confirmando que el nudo sigue ahí. Se acerca el pulgar a la boca y se muerde la uña.
A veces siente nostalgia por el pasado; lo que ha vivido o dejado de vivir. Por las tardes en las que podía soñar, imaginar lo que sería el porvenir: la infinidad de destinos, el costal de horas y años para decidir, los cerros de oportunidad. Porque a fin de cuentas, ¿en qué se había convertido su vida? Cada vez que lo pensaba no lograba responderse. ¿Dónde habían quedado todos los anhelos, los viajes escribiendo postales, las rutas por recorrer, los desayunos al amanecer, en el piso, donde nadie entendía su idioma? Y sobre todo, leyendo. Leyendo en los aviones, en el elevador, en el váter. Ahora es distinto. Le es difícil concentrarse, incluso recordar lo esencial de un artículo. Pero ya tiene una familia, un hijo: lo que tanto quería, sin duda. ¿O no es así? Cuánto tiempo había dejado pasar las bromas, los cuestionarios cada vez que iban a Noruega: “¿Y tú y Max para cuándo?” En otra época ni siquiera había pensado en tener hijos. Y entonces, ¿qué había sido? El miedo. Sí, el tiempo no perdonaba. Preferible adaptarse, cambiar de vida incluso, a después arrepentirse y tener que aceptar el no de su vientre.
También siente nostalgia por su otra vida, la que era más simple. La de las tardes después del colegio camino a casa, pisando despacio, el crujir de la nieve bajo sus botas; el resplandor de una chispa, sorpresivo, anunciando el pasar del tranvía; el oscurecer en la montaña, ella engrasando los esquís, Hanne ajustándose la lamparilla en la frente. Extraña los días, extraña las noches. ¿Cómo es que todo cambiaba así, sin avisar y por detrás de la espalda?
Ahora sólo son recuerdos. Recuerdos que a veces también duelen. Como lo que se había permitido con el padre de Hanne. ¿Por qué lo había hecho? Había sido alguien más, sí, alguien que se quebraba y que no tenía voluntad: así era como lo explicaba la voz dentro su cabeza. La realidad era otra.
Había notado su interés desde el comienzo, la mirada que la perseguía y que se escapaba justo cuando ella volteaba; los roces al acomodar las velas del bote. El saberse deseada la turbó casi tanto como la intoxicó. Se había sorprendido pensando en él, acariciándose en la ducha e imaginando lo desconocido, lo indecente: el sexo oloroso de un hombre maduro, el placer lento y dadivoso de los dedos que complacen, que circundan, y que se hienden sin prisa. Pero al final, lo único que quedaba era el descender silencioso de la sábana, el sisear del ventilador cuando él la creía ya dormida y luego, en un instante, desaparecía a mitad de la noche.
El camarero aparece con el café.
“Aquí tiene”, le dice, y coloca la taza enfrente de ella.
Emilia sonríe y le agradece. El camarero se queda de pie junto a ella.
“¿Desea ordenar?”
Emilia baja la mirada y niega con la cabeza.
“Espero a una amiga”, responde. El mesero hace una venia y se aleja. Emilia se queda pensando. ¿Serían aún amigas si Hanne supiese?
Había comenzado un octubre, en Gardemoen, en un aeropuerto como cualquier otro. Al principio habían pensado que sería sólo una demora, un cambio de puerta; después, que Hanne tomaría otra conexión en Chicago. Caminaron por los pasillos de Gardemoen, el vapor del café bordeándoles el rostro. Arnfinn pagó los hot-dogs y la vio primero agitar, luego apachurrar la botella de ketchup . Sin poder controlarlo, imaginó el cuerpo debajo de la camiseta, el sostén deportivo, la tibieza que se guarda bajo la axila, el sabor de la piel húmeda que se eriza, despierta, y al final se somete.
Hanne no llegó en el último avión. En el auto, de regreso a Oslo, él lo sugirió. Sería más fácil si se quedaba a pasar la noche –podrían volver al aeropuerto temprano.
Había sido una aventura innombrable, vergonzosa siempre que él lo razonaba; pero también de desvelos exquisitos, él exangüe, ella inmóvil, una línea de sudor brillándole entre los senos.
Cada vez que pensaba en hablarlo con Hanne se odiaba. ¿Qué le diría si de pronto descubriese que su amistad era un engaño, un espejo de dos vistas? ¿Y cómo había logrado guardárselo todos esos años? Vaya que era una astucia: si no pienso en ello no existe, si entierro la cabeza en la tierra nada me afecta.
De pronto aparece Hanne. Está allí, a unos pasos de la mesa pero no dice nada, como si reconociera y disfrutara de observar los estados deambulatorios de Emilia.
Se abrazan pero no se besan –nunca lo han hecho, ni siquiera en España.
Hanne la felicita por lo bien que se ve, por lo espléndido que le sienta la maternidad.
Emilia se sonroja; se le complica aceptar un cumplido y Hanne lo sabe. Estaban juntas aquel día, cuando Max apareció en sus vidas.
“Oh, para con eso”, consigue decir Emilia, y dibuja círculos en la mesa con la uña; se hacen unas marcas en el mantel.
Tumbadas boca abajo, los codos sobre la toalla y el sol derramándose sobre sus cuerpos, Hanne lo había visto salir del agua. Fungirola en otoño –desde los veintiocho, nunca habían fallado. A través de las gafas eternas, blindadas, Hanne lo observó acomodarse el bañador y caminar despacio hacia los camastros; el sol lacerándole los ojos, el cabello empapado, las gotas deteniéndose sólo un momento en los pómulos. Lo que más le gustó fue la falta de presunción al caminar, el refulgir de las cejas húmedas bajo el sol, la tersura que se imaginó al tocar esa piel. Pero de eso, ya hacía mucho.
Como si recordara algo, Emilia se vira hacia la carriola. Sonríe. En sus ojos se ve cansancio, preocupación, pero también hay orgullo; el placer inmediato, adictivo, de reconocerse en esa criaturita. Cuántas veces cargó y abrazó bebés, gateó junto a otros, y al entregarlos de vuelta a sus madres notaba aquel chisguete de gozo, desmesurado, la nariz pegada a esa cabecita, su olor, un milagro; rostros que sin hablar le decían: es mío, yo soy la madre de este tesoro.
Hanne se sube las gafas y con las manos en las rodillas, se toma su tiempo para observar al bebé. Es aún muy pequeño y los rasgos son sutiles pero no hay duda, la piel es de Max.
Aquella vez se había esperado hasta que Emilia soltara el libro, apoyara la sien sobre el revés de las manos y cerrara los ojos –era mejor ir sola. Lo encontró en el bar, delante de un vaso de ron oscuro y garabateando en una libretita. Se acercó a la barra y alzando un dedo, pidió la margarita. Aun sin despegar los ojos del chalequillo azul del cantinero, sabía que él la observaba. Pasó un momento y dudó si se atrevería. Al final, él le habló con cortesía, mirándola a los ojos sólo por momentos. Del sur de Croacia, le explicó con un dibujo en la servilleta; las gafas le hacían ver más grande los ojos color miel.
“¿Por qué me miras así?”, dice Hanne con reproche, “nunca dije que no me gustaban los niños. Me derriten. Siempre y cuando no sean los míos”.
Se sientan otra vez a la mesa y Emilia le toca el antebrazo. “Pero dime cómo estas, qué me cuentas”.
Hanne se observa rápido en el espejo y se puntea el cabello con las uñas. “Pues qué te cuento”, responde. “Lo mismo de siempre. Es difícil conocer a un hombre que valga la pena, y más a esta edad. Lo único que quieren es follar, y aun eso lo hacen mal; ah, pero eso sí, te piden que no le busques complicaciones a la vida, para qué, si todo es más simple sin lazos, sin promesas innecesarias”.
En la cocina se abre un horno, se agrega piña a un asado; sin advertencia se deshuesan patos, se exprimen limones y se aplastan ajos; al fondo un joven uzbeco, o tal vez kosovar, ignora el sudor y continúa con los trastos. La campanilla suena y en un momento los platos ya se cargan al hombro.
“Pero ya lo tengo resuelto”, dice Hanne sin convicción –la dureza de los años la ha cambiado. “La única manera de conocer al hombre que quiero es filtrando a los que no sirven. No me mires así, no es cualquier agencia. Es una agencia muy selectiva”.
Aquella tarde, la luz oblicua cayendo sobre las palmas, no había sentido el pasar del tiempo. La voz de Emilia la sorprendió, inocente, inoportuna. No me habías dicho que venías con alguien más, le escuchó decir a Max, su atención extinguiéndose, sus ojos ya moviéndose al rostro de Emilia.
***
Sorbo del café y cierro un momento los ojos. Me toco las sienes, me masajeo el cuello. No he dormido nada otra vez. Escucho el crujir de la puerta y veo a alguien entrar al restaurante. Entrecierro los ojos y percibo una silueta de mujer pero no creo que sea Hanne. Se quita la chaqueta, saluda a un camarero y se mete a la cocina.
Trato de leer el periódico pero no me puedo concentrar. Paso los ojos por encima de los encabezados y las nuevas exhibiciones, los conciertos, la temporada de teatro; todo sin lograr detenerme –salto de foto en foto.
Levanto la mirada y veo a Hanne de pie junto a la mesa. Lleva las gafas de sol puestas y no me dice nada, sólo sonríe.
Cuando logro reaccionar, me levanto y la abrazo. Respiro la nicotina de su cabello, el perfume de la noche anterior, encostrado en los pliegues detrás de la oreja.
Se separa de mí, me toma de las manos y me dice: “Qué guapa te ves”.
Me apeno. Me siento desarreglada, sucia; escucharla decir eso me da ánimo, me saca un poco de mi letargo. Sonrío y señalo la carriola.
Se inclina y ve a Louie. Se queda por un momento así, con las manos en las rodillas, como si lo estudiara. Y entonces me pregunto cómo sería si todo fuese al revés. Si fuera ella quien tuviese los pezones irritados, el vientre con estrías, el cansancio en los ojos. Si fuera yo quien pudiese volver sola a casa y tener tiempo para leer, para correr junto al río o simplemente, para coquetear con algún extraño en el café de la esquina.
Se sienta y se sube despacio las gafas, cuidando en no despeinarse.
“Perdón por la demora”, me dice, “ya sabes cómo es con los taxis. Cuando no te entiendes con el espejo y se te enreda el cabello, ya te esperan afuera, sonando y sonando el claxon. Pero cuando tienes prisa, nunca llegan”.
“No te preocupes. Estaba leyendo el periódico”.
“¿Algo de lo que me deba enterar?” Coge un puño de cacahuetes y se los mete a la boca.
“Sí, hay un par de exhibiciones en el Tate Modern…”
“¿Te conté de Elite Encounters?”, me interrumpe y se inclina sobre la mesa.
“La verdad es que no recuerdo, pero creo que una vez… ”
“Me han hecho no sé cuántas entrevistas pero al final, me han aceptado. Tienes permitido felicitarme”.
Me tapo los labios pero aun así se me escapa una risa.
“Felicidades”, le ofrezco, “pero… ¿aceptado a dónde?”
“Emilia, Emilia”, niega con la cabeza y me da una sonrisa de compasión, de condescendencia. “¿En qué mundo vives?”
El camarero nos sorprende a las dos.
“Bienvenida”, le dice a Hanne mientras vierte agua mineral en mi vaso. “¿Le puedo ofrecer algo de beber?”
Hanne sonríe grande y veo que pestañea demasiado.
“Una copa de vino blanco, por favor”, dice con suavidad.
“Enseguida. ¿Y para usted? ¿Otro café?”
“Sí, por favor”, le respondo y siento que sus ojos se detienen en mí un poco más de lo necesario.
Asiente silencioso y se va hacia a otra mesa.
“No digas que no es guapo”, dice Hanne, siguiéndole el trasero con la mirada.
“Sí, tiene algo”, respondo en voz baja, “aunque la verdad no lo había notado hasta ahora”.
Se echa hacia atrás en el asiento, pone las palmas sobre la mesa y menea la cabeza. “Y pensé que era yo la quisquillosa”.
“No, no es eso”, bajo la mirada, me limpio la garganta y luego, un poco avergonzada, le digo: “Si te contara. Desde el comienzo del embarazo me he desconectado de todo. Incluso de mí misma. Me siento casi asexuada”.
“Pero qué dices”, me alega y siento el repruebo de su mirada. “Se ve que ser mamá te ha sentado muy bien. Estoy segura que Max te ha de devorar cada noche en la cama. Además, el camarero sólo te ha mirado a ti. ¿No lo ves? Como siempre, eres tú la que atrae la atención”.
Alzo la mirada y la veo sonreír: una sonrisa que revela cariño y ternura, pero también, frustración y tristeza, soledad.
Hay un silencio y después, escucho mi voz diciéndole que Max y yo nos vamos a separar.
Se endereza en la silla y clava los codos sobre la mesa. Me ve por un momento a los ojos y de inmediato baja la vista.
“Lo lamento”, me dice. Tiene la cabeza baja, la barbilla casi en el pecho. Me pone un momento la mano en la muñeca y luego la quita. “¿Qué fue lo que pasó?”, pregunta, pero se arrepiente; “sólo si quieres hablar de ello”, me aclara.
Me inclino para ver si Louie aún duerme. Mueve un poco la boca, como si succionara en medio de un sueño.
Me regreso a la silla y entonces se lo digo. Le digo que Max tiene una amante. No, no sé quién sea ni me interesa, le respondo y me sorprendo de lo fuerte que he hablado. Bebo un poco de agua.
Se le ha borrado el color de las mejillas. Ni siquiera ha volteado a ver al camarero cuando le ha traído su copa.
“¿Y cómo te sientes?” Tiene las manos extendidas sobre la mesa, se observa los anillos, las uñas; veo la sombra del azul que se ha puesto en los párpados.
“No ha sido fácil,” le explico. “Teníamos problemas desde antes del embarazo. Creo que nunca te conté, o si te conté ya no me acuerdo. Él nunca quiso tener hijos”. Sigue sin levantar la mirada. “Lo único que me preocupa ahora es Louie,” añado. Se escucha un quejido y comienzo a sisear, jalando y empujando la carriola.
“Pero mejor hablemos de otra cosa”, le sugiero. “Me estabas contando algo de unos encuentros”.
Louie se queda dormido otra vez.
“Será mejor que aprovechemos”, le digo, todavía con la mirada en la carriola. “Ya casi es hora de que le dé de comer”. Me espero un momento pero como no escucho nada me viro hacia ella.
“¿Hanne?”
Tengo que tocarle el antebrazo para que reaccione.
“Perdóname, Emilia”, dice.
Dejo de mecer la carriola.
“¿Qué cosa? ¿Perdonarte qué?”
“Perdóname, por favor”.
No entiendo nada. Me empiezo a poner nerviosa. “Me estás asustando. Lo que sea, dímelo ya”.
Y luego, me quedo sin palabras.
“¿Tú y Max?”, digo después de un momento. “¿Desde cuándo?”
No me responde.
“¿Desde cuándo, Hanne?”, digo casi gritando.
Una lágrima le desciende por la mejilla pero no me importa. “Respóndeme”, le insisto y le aprieto el antebrazo; mis uñas se hunden en su piel.
“Dos años”, me dice finalmente, la voz entrecortada.
La suelto y recargo la espalda en la silla. De pronto pierdo el deseo de reñirla o de pedirle más explicaciones.
Llamo al camarero y le pido una botella de vino.
Quiero alzar mi copa y brindar con Hanne. Quiero celebrar la amistad que nos une.