Pekín es una ciudad a la que le gusta jugar a los acertijos. Llevo un mes en esta ciudad y aunque ya casi domino el copiado de caracteres chinos –útil actividad para no perderse, pues casi todos los señalamientos están escritos de esa forma–, no logro pronunciar correctamente el “Zao Shang Hao” (Buenos días). Un “good morning” no me salva de pasar por una occidental mal educada, ya que , salvo algunos jóvenes con aspiraciones excepcionales de estudiar en el extranjero, nadie habla otro idioma que no sea el chino.
En una ocasión, ante una pareja de chinos monolingües, intenté hacerme entender con gestos que buscaba la parada de autobús más cercana. Fue inútil. No es que mi actuación haya sido mala, es que también los códigos corporales de oriente distan mucho de los de occidente. Cuando lo supe me sentí muy afortunada de, por lo menos, no haber transgredido las normas de civilidad con mi esmerada actuación.
La popular frase mexicana “está en chino”, nunca, antes de este viaje, había tomado su real dimensión.
Uno mira el mapa de Pekín y parece sencillo: anillos concéntricos que parten de la ciudad prohibida hasta sumar 7 y un conjunto de calles principales casi todas perpendiculares y orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. El truco está en las dimensiones: una cuadra pekinesa equivale a 4 o 5 cuadras de la colonia Roma de la ciudad de México. Por sus dimensiones, tal pareciera que en casi todas las calles de Pekín (salvo en los laberínticos hutons, los barrios antiguos) se planeaba llevar a cabo desfiles militares.
Cuando miré por primera vez el mapa de Pekín, pensé que éste era exactamente el punto intermedio entre el mapa ortogonal del centro de la ciudad de México y el sinuoso de la ciudad de Berlín. Me fascinó la idea de caminar por sus calles y dibujar sobre el mapa garabatos que se asemejaran a la idea que tenía de los caracteres chinos.
Esa idea tan romántica se ha visto confrontada en más de una ocasión con la realidad práctica: para salir en busca de cualquier destino es necesario dominar el nombre de la calle o estación del metro en Pinyin (transcripción fonética del chino), y traer escrito el equivalente en caracteres chinos. Es la única manera de asegurar la llegada al destino deseado.
Caochangdi es un distrito ubicado al noreste de Pekín. Después de la revolución cultural esta zona fue convertida en la comuna popular de un pueblo agrícola. Su nombre quiere decir “llanura cubierta de pasto”, pero a finales de los años 70, tras la apertura económica de china al mundo, los campesinos se volvieron terratenientes y comenzaron a rentar sus terrenos a empresas privadas, artistas y galerías. Fue así que éste se transformó en el distrito de galerías y talleres de artistas más famoso de Pekín.
No tan turístico como el distrito 798, Caochangdi es conocido por el complejo arquitectónico de galerías, diseñado y construido por el artista chino más famoso del momento, Ai Wei Wei. Galerías como Chambers Fine Art, Galerie Urs Meile, Beijing Art Now Gallery y Pekin Fine Arts tienen ahí sus oficinas y espacios de exhibición.
La tarde en que visité el distrito de galerías quedé de verme con Nikolaus Elldrodt, un corredor de arte de origen berlinés avecinado desde hace varios años en la capital china. Su show room queda justo en el distrito de Caochangdi.
“Los chinos compran arte chino y los compradores extranjeros vienen a china en busca de arte (contemporáneo) chino”, fue la respuesta de Nikolaus cuando le pregunté cómo se movía el mercado del arte dentro de China. A pesar de eso, él no cesa en su intento por colaborar en la introducción de arte contemporáneo extranjero en China; es por ello que en su show room exhibe obra de artistas de todos los continentes.
Visto desde Pekín, la sensación de que China es un gran dragón orgulloso y autosuficiente no solo proviene de la dificultad para comunicarse en otra lengua, ni de lo “nacional” del mercado del arte, sino también del turismo: en todos los lugares que he visitado hasta ahora, puede ser motivo de asombro encontrar un pequeñísimo grupo de visitantes extranjeros occidentales. Oleadas de chinos hacen colas tamaño revolución para entrar a la ciudad prohibida, al templo del cielo, o deambulan con sombrillas multicolores a lo largo de la muralla china.
Tal vez habría que visitar el corazón financiero de China, Shangai, para encontrar ahí a todos los chinos que hablan inglés, a los turistas occidentales y un mercado del arte menos local.