Uno.
Hace unas semanas recibí una invitación para ir a la capital polaca. Venía por parte de una revista subsidiada por el gobierno polaco que responde al nombre de Poland Today. De esta última hubo dos aspectos que me llamaron la atención: la primera fue que su logo consistiése en la silueta de un búfalo (error mío: también en el Viejo Continente hay una especie de este espléndido mamífero, el Bison bonasus -¿sería una necedad agregar que se encuentra en extinción?). La otra inquietud tenía bastante menos de curiosidad zoológica y más de malicia netamente latinoamericana: ¿qué es lo que la publicación en cuestión me pedirá a cambio de un ofrecimiento tan generoso?
La respuesta me sorprendió: absolutamente nada. Ni siquiera me vi en la necesidad de preguntárselo a la persona que, vía correo electrónico, me contactó por primera vez. Podía leerse en letras grandes –o al menos así las recuerdo- en la carta que recibí. “Es nuestro deseo el celebrar con Usted –y otros periodistas provenientes de diferentes partes del mundo- el veinticinco aniversario de ‘La Transformación’, que no es otra cosa que las primeras elecciones parcialmente libres y parlamentarias que hubo en nuestro país”, indicaba, para luego rematar: “un hecho histórico, pues para 1989 Polonia era aún miembro del Bloque del Este”.
Por supuesto, acepté.
Razones no me faltaban: la serie de conferencias que se habían preparado para el acto tenían buena pinta; el encontrarme rodeado de otros colegas se me antojó estimulante; no había que gastar en hospedaje y comidas… y además, huelga decirlo, hablábamos de Varsovia, una ciudad que había aparecido intermitentemente a lo largo de mi vida. Esa Varsovia que Sergio Pitol convirtió en literatura y David Bowie inmortalizó en forma de canción instrumental. La misma ciudad que Chopin arrulló con sus sonatas y en la que fallecería mi amado Ryszard Kapuscinski, santo patrono de la heterodoxia periodística.
En un par de horas, tenía la maleta hecha.
Dos.
Hay un aspecto de Varsovia que cumple con todo aquello que uno se ha imaginado a partir de películas, libros y la consabida letanía de clichés. Es, por tanto, una ciudad castigada en su mayoría por la horrenda arquitectura propia del este comunista europeo y a cuya condena urbanística se suma la climática: el manojo de nubes color gris-rata es pan de todos los días.
Aunque sería injusto decir que la fachada de la capital polaca se queda en eso.
Basta con perderse en su centro para constatar que el pequeñísimo diez por ciento de la ciudad que no quedó hecho polvorón durante la Segunda Guerra Mundial es de una belleza abismal. Su elevación a Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO en 1980 es más que merecido, sin importar lo que fue reconstruido de los cimientos, edificios y muros que lo componen.
Una simple visita a la plaza que se halla frente al Palacio Real, donde hay una imponente columna dedicada al rey Segismundo III, o una caminata por la Plaza del Mercado, dan a entender porqué durante una época a Varsovia se le conocía como la “París del Este”. Justo es decir, sin embargo, que en medio de tanta majestuosidad se respira una melancolía inquietante. No me refiero a esa melancolía tersa que exudan los rincones de Lisboa y que Pessoa se encargó de encapsular, sino a una melancolía contundente y que de poético no tiene nada. La melancolía que solamente puede emanar de los pueblos que han sido pisoteados hasta arrancarles las entrañas. Una melancolía que a ratos se convierte en una tristeza sin matices que me veo forzado a contrarrestar con certeras dosis de Tyskie, exquisita cerveza de nombre olvidable que resulta de lo mejor para olvidar. Las acompaño con un plato de Pierogi, peculiares pero deliciosos raviolis que aparentemente no pueden faltar en ninguna mesa polaca que se digne de serlo. Más tarde, desde un puente, quedamos solos la noche y yo. Y el río Vístula, inabarcable.
Tres.
Por fin tiene lugar el encuentro entre los periodistas invitados. Algunos de ellos dicen que sumamos treinta, mientras que otros aseguran que somos más, todos de diferentes partes del mundo. En cualquier caso, el juego de adivinanzas de nacionalidades empieza a correr a partir de los variopintos acentos y flexiones con que cada uno de nosotros masca el inglés.
Del cuello de cada periodista cuelga un gafete con su nombre y el medio que representa. Le Monde, Folha, El País, El Mundo, son algunos de los que conozco. Durante las presentaciones me siento mal por no tener noción del periódico más conocido de Lituania o de Suecia, o por pedir reiteradamente a ciertas y ciertos compañeros que repitan sus nombres. Soy uno de los casos más sencillos, me supongo. Mi apelativo está entre los cinco más utilizados en lengua hispana y soy freelance.
Pese a las diferencias culturales, incluso ideológicas que pudiéramos tener, hay dos cosas que los reunidos compartimos a todas luces: sabemos poquísimo sobre la historia de Varsovia –y, en general, sobre Polonia- y estamos aterrados por la situación de conflicto que se está viviendo entre los vecinos Ucrania y Rusia –en aquel entonces las tensiones habían llegado a su punto más álgido-. Con respecto a lo primero, un video de animación de apenas cinco minutos que nos es transmitido en el edificio de la Bolsa de Valores nos permite aclarar la cuestión más importante con respecto al pasado polaco: es una nación que apenas y ha conocido la paz. En sí, su suerte parece haber sido echada por dioses crueles. O estúpidos, que es aun peor. A lo largo de los siglos mancillada, ninguneada y repartida entre alemanes, suecos, otomanos, rusos y sabrá quién más, Polonia ha sufrido como pocos pueblos el atrevimiento de existir.
El verdadero milagro de este país, reflexiono, no es el poder celebrar el aniversario de su bautizo democrático, ni tampoco -como se nos recordó a cada momento- el ser una de las contadas economías europeas que no se contrajo durante la crisis que inició en 2008. Se trata de algo más simple y contundente: el hecho de no haber desaparecido y para siempre de la faz de la Tierra.
Cuatro.
Las señales de ese penoso y perenne sojuzgamiento aparecen por todos lados. Desde cualquier parte de la ciudad, por ejemplo, es posible contemplar el Palacio de la Cultura y las Ciencias, obra monstruosa que se erigió en los años cincuenta del siglo pasado y que los rusos concedieron a la ciudad a manera de obsequio –de hecho, durante décadas fue conocido como Palacio de Josef Stalin-. Sobra decir que en el periodo de desestalinización iniciado en la última década del siglo XX multitudes de voces se alzaron con la exigencia de destruir el colosal monolito. Para muchos, era como conservar el cuchillo del criminal en la recámara de la asesinada. Ganó, sin embargo, la idea de que la eliminación de un pasado no poseía sustento si no venía acompañada de la construcción de un presente. El cambio de mentalidad tenía que surgir en las cabezas, no en las grúas demoledoras.
En este sentido no me costó trabajo distinguir un aspecto que me recordó a mis propios orígenes: si hay algo que los polacos critican de sí mismos son las pocas facultades que tienen para “creérsela”, para aceptar la idea de que pueden hacer bien las cosas. Y ello tuvo un peso preponderante, creo, en la invitación que mis colegas y yo recibiríamos un par de semanas previas al evento. El pretexto era –ya se dijo– el celebrar con pompa y platillo los muy loables veinticinco años de democracia que el país se ganó a pulso. Nuestra presencia serviría para comunicarlo, claro está, y de paso para constatar que la promoción de Varsovia y de Polonia como marcas va por muy buen camino. No obstante, y de manera más velada –incluso inconsciente- hubo en todo ello una suerte de autoafirmación, de demostrarse a sí mismos, antes que a ninguno, que el país no solamente ha cosechado éxitos económicos y sociales dignos de alabanza, sino que además lo ha hecho con una mentalidad que cada vez se parece menos a la de hace tres o cinco o diez décadas. O a la de hace cinco o diez siglos.
Ello no me parece de ninguna manera negativo. Al contrario: para librarse de los lastres que uno lleva cargando se vale utilizar lo que se tenga a la mano. Sobre todo cuando, quizá a raíz de una historia tan traumática, se posee una suerte de mentalidad colectiva que adolece de autoconfianza. La idea, por fortuna, no está de ninguna manera ligada con nacionalismos absurdos, sino sencillamente con la percepción de un problema común al que poco a poco se le ha hallado una solución viable. En pocas palabras, hay una nueva generación de polacos decidida a contravenir la imagen que se tiene de ellos en otras partes del mundo, para empezar en la que tiene su primer socio comercial, Alemania, país donde un considerable sector de la población todavía los identifica como albañiles que cobran en negro y son también duchos para la plomería. A decir verdad, para el polaco no habría nada más dulce que ponerse al tú con tú con el antiguo invasor, aunque sea meramente en la batalla macroeconómica.
Y para corroborarlo se nos dan una y otra vez innumerables cifras que, en cualquier caso, no dejan de ser sorprendentes: las 4,66 mil compañías extranjeras que invertían en territorio polaco en 2004 se han convertido en 54 mil para 2014; en el mismo tiempo, el espacio industrial ha pasado de un millón a ocho millones de metros cuadrados; actualmente Polonia es considerada la economía número uno de Europa del Este y la sexta dentro de la Comunidad Europea, y así ad infinitum.
Al llegar a la cuarta conferencia, luego de haber culminado una dinámica de mesas redondas con algunos de los ejecutivos más prominentes del sector privado del país –por cierto, de entre una docena de empresas, solo una se mostró interesada en crear vínculos comerciales con América Latina-, los que no sabíamos nada de Polonia poseíamos ya la sensación de saberlo todo, al menos con relación a lo exitosa que resultó ser su súbita conversión al capitalismo.
Sobre la manera en que esta prosperidad ha impactado en los bolsillos de los ciudadanos de a pie no se nos dice nada. Algunos reporteros confían en la posibilidad de que paulatinamente se distribuya entre las casi cuarenta millones de personas que habitan el territorio. Otros aseguran que basta con ir a las afueras de Varsovia para comprobar que allí aún no hay reflejo alguno de dicha pujanza económica. Los más, por prudencia o ignorancia, callamos.
Cinco.
De entre todas las conferencias preparadas por Poland Today –cuyo excelente desempeño en la organización superó mis expectativas- la más esperada era la última. En ella, George Friedman, fundador de la revista de análisis político Stratfor, y Edward Lucas, editor de The Economist, compartirían su visión con respecto al papel, principalmente político, que Polonia podría tener en el futuro.
Como era de esperarse, al menos en ese momento, la charla no tardó en centrarse en un único tema: el connato de guerra civil que entonces se vivía -¿se vive?- en Ucrania y el rol que Polonia debería asumir con relación al mismo, sobre todo en aras de evitar un posición neo-imperialista por parte de los rusos. La contención británica de Lucas lo llevó a dar en un inicio respuestas más o menos medidas que adquirieron dureza conforme fueron pasando los minutos. En realidad solamente necesitaba un empujoncito por parte de Friedman, quien ofreció el discurso más belicista que yo haya escuchado jamás.
Conforme el norteamericano nacido en Budapest hablaba de envíos de significativas fuerzas militares de Estados Unidos para reforzar la frontera polaca o el liderazgo que Polonia, en calidad de urgente, debía adquirir en la formación de un nueva alianza en la región con Rumania, Hungría y, de ser posible, también con Turquía –por si las cosas se ponían más serias–, yo y mi ingenua mexicanidad nos vimos invadidos por una sensación de absoluta paranoia.
Mis alarmas se activaron de tal modo que recordé un fragmento de aquella excelente crónica de Juan Villoro que lleva por título Berlín, capital del fin del mundo, en donde el autor asegura que no era posible ver una coliflor sin pensar en el hongo nuclear. Ciertamente ya no nos hallábamos en medio de esa crisis internacional que al escritor mexicano le tocó experimentar –fue agregado cultural de México en la RDA a principios de los ochenta- pero las anotaciones de Friedman apuntaban hacia el factible restablecimiento de una nueva Guerra Fría, o al menos de un nuevo orden mundial en el que las tensiones entre Rusia y Occidente serían cada vez más frecuentes y agresivas.
Tres shots de vodka después –de manufactura nacional, claro está- seguía pensando en lo mismo, aunque la angustia clínica había descendido a niveles de ligera aflicción. Además del alcohol, en el coctel de despedida preparado para nosotros abundaban platillos dignos de una corte imperial. El hambre regresó al cuerpo y con ella las conversaciones con los colegas, mismas que en todo momento fueron afables. Lo eran incluso cuando en sus momentos más intensos, aquellos en los que tarde que temprano se revelaban las verdaderas posiciones ideológicas de cada interlocutor.
En el camino de regreso el hotel me dio por hacer un collage mental de todo aquello que Polonia había significado en mi vida: empecé por las películas de Kieslowski, Polanski y Wajda que más me han gustado y de allí me salté a Lech Walesa y a esa palabra tan suya, la de Solidaridad, que el salinato mexicano se encargó de desvirtuar; luego pensé en Juan Pablo II y en aquella ocasión en la que visitó México –el país en el que, luego de Polonia, cuenta con más fanáticos- y yo me sumé para hacerle valla en la Avenida Lomas Verdes. Recordé que tras cuatro horas de espera no vi más que su espalda –cuando el papamóvil pasó enfrente de nosotros, él justo saludaba a las personas del otro lado–, y que entonces me arrepentí de haberme vendido por dos puntos extras en la materia de ética. Traje a mi mente de nueva cuenta varias palabras que llevaban “ki” al final y luego me acordé que alguna vez leí que el apellido original de Elena Poniatowska también terminaba así.
Ya con la cabeza en la almohada pensé otra vez en la belleza del Vístula, inabarcable.
Y luego me dormí.