TESTIMONIO: Y lloré, lloré y lloré…

A Federico Campbell Peña

Comenzó como una gripa cualquiera. Pero en menos de tres días, en cama, me sumí en un raro estado de perturbación. Empezaba incluso a ver cosas irreales. Apenas tuve la fuerza y la voluntad suficientes para lograr caminar –con gran sufrimiento físico y ayudado por alguien– menos de 400 metros hasta la sala de urgencias de un hospital público de Bruselas. Me ingresaron de inmediato. La madrugada del 19 de febrero de 2009 comencé la más dura pelea –hasta hoy– por conservarme vivo.

[pullquote]Testimonio publicado el 25 de febrero de 2014 en el sitio Cuadernos Doble Raya[/pullquote]

Un mes y medio antes había estado en México. El virus de la influenza AH1N1 podría haber estado ya circulando en el país y, muy probablemente, se cobró la vida de varias personas que nunca supieron qué padecimiento los mató: las autoridades anunciaron la existencia del virus hasta abril.

El 19 de febrero la enfermedad había acabado con mi capacidad de discernimiento. Fue mi mujer quien decidió llevarme a la clínica. El vómito había cesado, pero la fiebre, la extrema debilidad y un insoportable dolor de espalda persistían. Me costó un enorme esfuerzo mantenerme de pie, con los brazos en cruz, cuando me sacaron la primera radiografía.

Minutos después –aturdido en una camilla y respirando a duras penas–, un doctor se acercó y, con un tono suave, casi paternal, me dijo que había un problema, que tenía una fuerte neumonía, que mi pulmón izquierdo estaba muy infectado y que debía trasladarme a la unidad de terapia intensiva. En ese momento un enfermero ya me sacaba una cuantiosa segunda toma de sangre, otro me conectaba un catéter en un brazo y uno más me sacaba una nueva radiografía con un equipo móvil. En bata hospitalaria, no tuve la energía para despedirme de mi compañera, a la que únicamente observé de lejos, parada, confundida, cargando mi ropa y observando cómo me llevaban. Sí, como en las películas chafas.

Me metieron en un cuarto muy amplio, luminoso, aislado, sin ventanas; impoluto, el lugar parecía un laboratorio de ciencia ficción: había varias pantallas, computadoras y equipos médicos complejos. Ahí terminaron de conectarme varias agujas por donde comenzaron a suministrarme medicamentos: en la entrepierna, los dos brazos y en el cuello. Me prohibieron quitarme la máscara de oxígeno.

Mi memoria se topa con un montón de lagunas cada vez que intento recordar con precisión lo que pasó durante el mes que estuve ingresado en el hospital Saint-Pierre. Los primeros 10 días estuve prácticamente inconsciente y no pude ingerir alimentos. Me acuerdo que uno de esos días abrí los ojos y mis padres, que habían volado desde México, estaban al pie de mi cama. Creo que de tan débil que estaba no pude ni hablar con ellos, o lo olvidé.

Las mañanas comenzaban con una toma de sangre, la ingestión de unas seis pastillas diferentes (lo mismo en la tarde y en la noche) y una pequeña inyección de anticoagulante en el estómago. Sabía que era la hora de dormir cuando llegaba un enfermero masajista que cubría el turno de la noche, el único capaz de convencer al sufrimiento de darme una breve tregua.

Uno de los primeros días un joven médico llegó a mi habitación con un equipo portátil, con el que verificó si mi corazón seguía funcionando correctamente: a falta de oxígeno en la sangre, el órgano trabajaba a marchas forzadas (y vaya que faltaba: yo veía en la pantalla de su equipo monstruitos de colores formados con pixeles). Días después (¿o antes?), dos doctoras me efectuaron un examen que consistió en introducir por la boca un tubo largo y flexible, para luego inyectar un líquido frío y finalmente extraer una prueba de la mezcla resultante con el fin de identificar el agente infeccioso. Fue como un ahogamiento controlado, que para mí duró una terrible eternidad.

Una ocasión fui llevado, siempre en camilla, a un espacioso quirófano (o así me pareció). Sentado en un aparato, me alzaron y sujetaron el brazo izquierdo a un arnés quirúrgico para poderme conectar una especie de manguera directamente al pulmón con el propósito de drenar el líquido acumulado al interior, que después iba a dar a un recipiente especial del tamaño y forma de una batería de automóvil. Estaba tan sedado que no sentí más que presión en la zona intervenida. Así, conectado, estuve más de dos semanas.

Cuando salí del hospital pesaba 10 kilos menos y necesitaba de ayuda para todo. No podía dormir tranquilo: despertaba inquieto pensando que todavía estaba en el hospital. El olor hospitalario no desaparecía y sentía en el paladar el sabor indescriptible de una acumulación de medicamentos. El pelo se me caía en una reacción a lo mismo, y durante dos o tres meses perdí la sensibilidad de una parte del muslo derecho debido a una “compresión de los nervios” que me provocó el catéter de la entrepierna.

Mi recuperación total duró meses. Durante los primeros cuatro tuve que acudir a consultas regulares de control. Afortunadamente, la seguridad social asumió los gastos médicos (casi cinco mil euros) y el salario de un mes de baja tras mi hospitalización, tiempo durante el cual no pude hacer nada más que breves y lentos paseos por la plaza del vecindario, apoyado del brazo de algún amigo o familiar.

Como decía al principio, en abril de 2009, un mes después de haber salido del nosocomio, se informó públicamente en México de una epidemia de influenza AH1N1, a la que en Europa, especialmente los belgas, bautizaron como “gripe mexicana” (la embajadora mexicana de la época, Sandra Fuentes-Beráin, mandó una carta a los medios del país para exigirles que dejaran de llamarla así, pues, exponía, afectaba la honorable imagen turística de México).

Al pasar los años, algunos de los doctores que me trataron no descartan que haya contraído ese tipo de influenza, lo que querría decir que la contraje en Bélgica, no en México, ya que la cepa del virus, según entiendo, resiste aproximadamente una semana. Pero hoy ya no hay manera de saberlo. Me explican que cuando me enfermé no realizaron pruebas de detección de la influenza AH1N1, simplemente porque ignoraban su existencia. Después, en septiembre de 2009, me vacuné contra ese virus; por si acaso.

Así, con base en esas opiniones médicas, a veces me da por pensar que pude haber sido uno de los primeros casos de influenza AH1N1 en Bélgica.

Como sea, de esa difícil experiencia, una imagen nunca se borrará de mi cabeza; ocurrió cuando pisé de nuevo mi casa, y fue el momento en que abracé fuerte a mi mujer y a mi hijo, que apenas tenía un año y que dormía la última vez que lo había visto… y lloré, lloré y lloré.

***

El primer reportaje que escribí tras mi hospitalización tenía que ver con las implicaciones en Europa de la “gripe mexicana”, que, para principios de mayo de ese 2009, tenía al mundo temblando de miedo. Tuve suerte y me dieron autorización para visitar la Célula de Coordinación de Emergencia Sanitaria de la Comisión Europea, donde se monitoreaba el avance de la enfermedad en la región.

Dado que no estaba completamente restablecido, debí tomar un taxi. En el camino, mientras conversaba con el chofer, cometí un error: no sé por qué razón lo enteré de que era mexicano y de que acababa de salir de una neumonía. En seco, el taxista me ordenó a gritos bajar de la unidad y me acusó de ser un irresponsable por andar en la calle contagiando a todos. Nervioso, le contesté que tenía un hijo pequeño, a quien nunca expondría a un riesgo de esa naturaleza. De mala gana, finalmente me llevó, pero durante algún tiempo guardé en secreto mi nacionalidad.

PD Marzo 2014. Un médico mexicano me dice que la cepa del virus puede resistir más de una semana.