Que los padres deben enseñar a sus hijos a alimentarse bien; pues sí. Que los ciudadanos tienen la libertad de comer lo que quieran y cuanto quieran; pues sí. Que por lo anterior los fabricantes de refrescos o pastelitos están absueltos del problema del sobrepeso, pues no. El Estado tiene la responsabilidad de prevenir las enfermedades que causa la obesidad, y para ello puede, y debe imponer impuestos a las refresqueras y empresas de comida chatarra. Eso sucederá en México, si el poderoso lobby de los productos afectados no logra evitarlo. Porque sí, el interés público debe estar por encima del privado.
Los mexicanos son los mayores consumidores de bebidas azucaradas del mundo: 163 litros en un año (casi tres veces más que los franceses, por ejemplo, que toman 63 litros). No es de extrañar entonces que México sea el segundo país, después de Estados Unidos, con el mayor índice de obesidad en adultos (30%) de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Los problemas de obesidad y sobrepeso afectan a más de 70% de la población del país: según las proyecciones de la Secretaría de Salud, el costo directo de tratar enfermedades relacionadas (como la diabetes) será de 6,500 millones de dólares en 2017, o de 14,000 millones de dólares si sumamos aquellos de tipo indirecto, como los vinculados a la pérdida de productividad laboral.
El año pasado, el programa francés de televisión Cash Investigation expuso la forma en que empresas como Coca Cola, Orangina, Kellogg’s, Ferrero, Unilever o Mars se han infiltrado en los organismos oficiales que se supone deben controlar la calidad de los alimentos en Francia y en la Unión Europea (la Autoridad Europea de Seguridad Alimenticia).
La emisión parte de dos hechos científicos (que sólo cuestionan los estudios financiados por las mismas refresqueras y las marcas de pastelitos y dulces de alto valor en calorías). Serge Ahmed, especialista en adicciones del Centro Nacional de la Investigación Científica de Francia (CNRS, por sus siglas en francés) descubrió en la Universidad de Bordeaux que el azúcar causa tanta adicción como cualquier droga. El investigador comenta en el programa su experimento: un grupo de ratas de laboratorio adictas a la cocaína debían elegir entre apretar una palanca que descargara una inyección intravenosa de cocaína líquida, o activar otra para poder beber una dosis de agua azucarada. Resultado: entre 80 y 90% de los roedores prefirieron la segunda opción. Los hallazgos de Ahmed fueron publicados en su momento en la prensa especializada.
Otra información básica la aporta el británico Philip James, profesor de medicina y presidente de la Asociación Internacional de Estudios sobre la Obesidad. Dice al programa: “Si usted va a los barrios pobres de Londres, la obesidad salta a los ojos. La gente engorda. Entre más pobre, más gordo (…) Por todos lados venden porquerías. No basta con que usted compre una lata de refresco al día, la industria se asegura que consuma tres. Entre un cuarto y un tercio de las calorías que los niños consumen provienen del azúcar”.
En 1990, el profesor James era director técnico de alimentación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la cual le solicitó elaborar un estudio que fijara el nivel mínimo y máximo de azúcar para las diferentes categorías de alimentos. El resultado de sus investigaciones se publicó en el reporte titulado Régimen alimentario, nutrición y prevención de enfermedades crónicas, en el que concluye que el cuerpo humano no necesita consumir ni una pizca de azúcar agregada a sus alimentos (0%) y que su tope máximo es de sólo 10% de sus requerimientos energéticos.
En 2003, la OMS le solicitó otro reporte sobre la misma temática. En esa investigación, James estableció que existe un vínculo directo entre obesidad y el consumo de azúcar. Comenta a la emisión francesa: “Si usted agrega azúcar a sus alimentos, su cerebro tiene dificultades para contar las calorías que consume, y así es como uno engorda. Eso sucede principalmente con los refrescos”. Según el reporte del profesor, cada lata o vaso suplementario que uno bebe cada día aumenta 60% el riesgo de obesidad.
Ese reporte desató la ira de la industria agroalimentaria y las refresqueras, narra el veterano profesor James. El ministro de la Salud estadunidense de la época, Tommy Thompson, incluso, narra James, “fue a la OMS a quejarse del reporte y a decir que la Coca Cola, los refrescos y el azúcar no eran responsables de ningún problema de salud. La industria más grande del mundo es la agroalimentaria; si usted la confronta, ella intentará acabarte”.
A pesar de las evidencias científicas, la industria se deslinda de cualquier responsabilidad con el mismo argumento en todo el mundo. En 2011, cuando se discutió en Francia la imposición de un gravamen a sus productos (que se autorizó al año siguiente), Coca Cola argumentó –como ahora lo hace en México– que si alguien gana sobrepeso por el consumo de productos como el suyo, la culpabilidad recae en la falta de una alimentación balanceada y una actividad física regular que su entorno cultural o su familia no le inculcaron; y amenazó –como también lo hace ahora en México– que la medida repercutiría en la supresión de empleos.
Hace poco escribí sobre el intenso y millonario cabildeo que tal industria desplegó en Bruselas para conseguir finalmente que los diputados del Parlamento Europeo rechazaran hace dos años la implementación de un etiquetado tricolor (el llamado “sistema de semáforo”), el cual ayudaría al consumidor a identificar con facilidad la cantidad de azúcar, grasa y sal que contienen los alimentos chatarra. Me sorprendió que, en sus comentarios, muchos lectores compartieran los posicionamientos de la industria.
Es cierto que la educación familiar es determinante en la adquisición de buenos hábitos alimenticios. Pero también lo es en la formación de los futuros ciudadanos, y no por eso el Estado debe renunciar a reglamentar (vigilar y sancionar) las escuelas privadas, o, peor aún, a garantizar una educación pública de calidad, a través de la cual se inculquen valores cívicos como la igualdad, el respeto o la libertad (lo mismo, en teoría, debería suceder con la oferta televisiva).
Corresponde también al Estado tomar medidas de prevención y combate a la obesidad de los ciudadanos, la de los más pequeños como una prioridad, al ser ellos los más vulnerables, y especialmente si el tratamiento de sus padecimientos de adulto relacionados con una mala dieta correrá a cargo de los contribuyentes (el mismo principio se aplica al tabaquismo). Por eso, los llamados “impuestos a la obesidad”, las limitaciones publicitarias, o los mensajes de una alimentación saludable en los canales infantiles (“consume al menos cinco frutas o verduras al día” o “no comas entre comidas”, repetidos en cada barra comercial en Francia, por ejemplo) son frecuentes en los países europeos.
Hay que reconocer que los intereses de las refresqueras y las marcas de comida chatarra son expansivos. Es su naturaleza; son intereses privados. No limitan ellas mismas su potencial enriquecimiento, que se materializa a partir del aumento de la venta (consumo) de sus productos. La línea roja de sus negocios es, o debería ser, la salud pública, cuyo garante, se supone, son las autoridades.